Ayer en la excursión volví a
escucharos decir que para vivir así, con tantos problemas, mejor no vivir, que
la vida era una mierda. Me dolió, me duele que niños y niñas con vuestra edad
piensen eso. No es lo que os he enseñado. Sigo sin ser modelo de nada, pero sí
os puedo hablar de lo dura que es la vida. Todo lo he tenido que trabajar mucho
para estar hoy delante de vosotros y nadie me ha regalado una nota o un dinero
para que los años previos fueran más fáciles. Nunca me fui de vacaciones a
ningún sitio porque no teníamos nada, pero fui muy feliz viajando donde quería
con lo que leía o escribía o imaginaba. No pasa nada, como decía ayer alguien,
por que yo no tenga alguien que me dé todo; lo he tenido y seguramente lo
volveré a tener algún día. La cuestión en esta vida es entender que aquí venimos
de regalo y que por muy difícil que se nos presente todo, vosotros y vosotras,
con vuestras manos y vuestro esfuerzo continuo, seréis los responsables de lo
que tendréis, y solo será una mierda si dejáis que así sea, si así actuáis, si
es lo que construís por rendiros antes de tiempo.
No podéis buscar a toda costa la
felicidad como pensáis que esta es, porque ya os daréis cuenta de que lo que
pensabais que os hacía felices luego os hará sufrir, y lo que pensabais que no
significaba nada para vuestra vida, luego quizás lo sea todo. Sois muy pequeños
todavía para poder hacer análisis de lo que veis, de lo que os rodea. Vais a
equivocaros mucho si continuamente analizáis cada cosa y si continuamente
pensáis que la vida del que está al lado es más fácil que la vuestra. NO ES ASÍ
(mayúsculas=grito).
No me importa seguir exponiendo mis
debilidades si con eso os ayudo algo; en esta vida hay que arriesgarse mucho
para conseguir muy poquito. Por eso os voy a contar otra historia real:
Mi abuela Reliquias, la madre de
mi padre, tenía una mente prodigiosa; era muy lista. Pero, de pequeña, muy
pequeña, cayó en una hoguera y se quemó toda la cara. Estaba desfigurada, no
lucía bonita ni perfecta ni usaba maquillajes para cubrir sus defectos, porque
no se lo podía permitir y porque no existían los adelantos de hoy. Tuvo seis
hijos. Su padre, al que no conocí, fue siempre muy pobre, y para ir y venir al
trabajo, que era en el pueblo de al lado, guardaba lo que costaba el autobús para
juntar para el futuro. Así pudo nacer mi abuela, y pude nacer yo. Mi bisabuelo
iba a pie cada día: 14
kilómetros de ida y vuelta. Llegaría reventado del
trabajo en el campo y de esos 14 kilómetros bajo el sol caliente, bajo la lluvia,
el viento, lo que hiciese, pero no se rendía; quería un futuro como él
construyera, una casa, una familia, unos hijos. Mi abuela, cuando yo iba a
verla los domingos por la tarde, me contaba con orgullo quién era su padre y
cómo gracias a él pudo vivir un poco mejor. No se quejó nunca, al menos nunca
delante de mí, de la mala suerte que había tenido de niña al quemarse o al
quedarse ciega años más tarde.
Mi abuela, antes de romperse la
cadera y de que mi padre muriera, hacía los mejores guisos de todo el pueblo.
Entrabas en su cocina y todo olía delicioso, como a cielo; así debe de oler el
cielo. Y ella se ponía muy contenta cuando íbamos todos sus hijos y nietos a
comer allí y a charlar de lo que fuese. Salía al patio, que tenía un gran
limonero, y le gustaba cerrar los ojos y levantar la cabeza para recibir los
pequeños rayos de sol que se filtraban por entre el ramaje. Siempre me gustó
eso de ella: se ilusionaba con cualquier cosa. Era feliz. Échale una pizquita de hierbabuena al tomate cuando lo frías, niña,
verás qué rico –me decía sonriente cuando yo crecí y ya hacía mis propias
comidas. Y me lo decía desde una cama en la que no podía moverse y en la que
toda su vida era girarse de un lado o de otro y dejar pasar las horas. Dejó de
querer alimentarse cuando mi padre murió sin poder tragar, y más tarde dejó de
poder comer porque tenía problemas de vesícula. Muchas, muchas eran las veces
en que decía, como vosotros, que la vida era una mentira muy grande y que aquí
solo veníamos a sufrir, que quería morirse. Pero cuando yo llegaba los domingos
por la tarde y le decía bajito “abuelaaaa” desde la puerta de su cuarto, para
ver si estaba dormida o despierta, se revolvía entre las sábanas y contestaba
desorientada: “Niñaaa, ¿eres tú?”, y enseguida buscaba su almohada doble para
empujar con ella su cuerpo y erguirse para recibirme nuevamente. Muchos domingos no podía ir a verla, porque la
vida se me complicó a mí también y debía
trabajar mucho para tener algo de dinero, y a veces estaba tan tan cansada que
pasaba los domingos acostada y cogiendo un poco de fuerzas para poder seguir el
lunes. No quería ver a nadie muchas veces, porque la gente cuando sale se
divierte, baila, ríe… y yo no tenía fuerzas más que para trabajar y hacer las
cosas que tenía que hacer por los míos, por la casa, los papeleos, las cosas
que tenía que arreglar; todo lo que requiere estar vivos. Sin embargo, ella
hubo un tiempo en que dejó de pedirme más, porque había entendido lo que
costaba hacerse un hueco en el mundo ahí fuera: había entendido que yo la
quería como para dedicar mis tres horas libres del domingo a estar junto a ella.
Me recibía con tanto cariño y tanta alegría que no puedo escribiros esto sin
emocionarme, porque la sigo viendo sonreír con esa boca sin dientes y esa
belleza que era solo suya.
A veces durante años nos sentimos
fuera de lugar en todos los sitios: fuera de lugar en nuestra familia; fuera de
lugar entre nuestros amigos; fuera de lugar en nuestra clase, entre nuestros
compañeros de trabajo… Y ahí corremos el peligro de sentir que nada merecía la
pena y que ningún sufrimiento es recompensado, que para qué tanto esfuerzo. Hoy
lo que os vengo a decir es que cada movimiento nuestro tiene una repercusión en
otros y que normalmente no somos conscientes de ello hasta muy pasados los
años, y que por eso sentimos que nada de lo que hacemos sirvió para nadie,
porque todo el mundo sigue su vida y generalmente está disgustado. Volviendo al
ejemplo de mi abuela, y escogiendo un nombre ficticio para mi alumno o alumna,
os quiero terminar de contar que Julia siempre estaba triste porque se sentía
sola, porque en casa le decían que era mala y que ojalá desapareciera, porque
en clase no tenía apenas amigos en los que confiar, porque sentía mucha
vergüenza de sí misma, porque no había nadie que quisiera pasar con ella todas
las horas de un mismo día. Entonces lloraba en su habitación y no contaba nada
a nadie; se hacía la dura y caminaba al instituto un día más con otra carga más
en su conciencia. Julia en una de nuestras charlas de tutoría pudo confiar en
mí y logré saber qué le pasaba. Ella no supo entonces que me hizo feliz por
poder ayudarla a sentir que no era ninguna niña desastrosa, sino todo lo
contrario, y tampoco supo entonces que era el motivo de felicidad de mi abuela
cuando los domingos me sentaba junto a su cama y dejaba pasar las horas
hablando de lo que entendíamos a Julia, de lo que ya la queríamos. Julia era
infeliz pero daba la felicidad a otra gente a la que ella no podía ver y que su
vida era solo estar tumbada en una cama.
José, Samuel, mis dos Celias,
Luis, mis Julios, Lucía, Juanje, María, Quique, mis Martas, Rocío, Verónica,
Paula, mis Irenes, Froy, David, Pablo, mis Ivanes, Daniel, Ainhoa, Coral,
Nerea, Nuria, Fátima y todos mis demás alumnos y alumnas de 1.º, 2.º, 3.º de
ESO y 1.º de bachillerato deben saber que están siendo muy importantes para
gente que tal vez no conozcan o que solo vean un rato cada día de lejos, que
quizás esa gente haya dedicado su vida a poder compartir lo que les sucede a los
otros y eso sea el motivo por el que se levanten cada día. Nunca sabemos lo
importantes que podemos llegar a ser con solo estar vivos. No quiero que dejéis
que el miedo o las frustraciones os hagan sentir que aquí estamos solos y
vacíos. La vida es hermosa cuando la hacemos nosotros hermosa y está en
vuestras manos ser fuertes para construir futuro o rendiros a lo evidente. Ni somos
un sueño las personas que vivimos felices ni vosotros no podéis alcanzarlo.
Vivir es una carrera de fondo, muy de fondo, llena de flores sencillas por los
caminos que podéis recoger o no. Está en vuestro coraje hacerlo.
Sé que entendéis lo que os digo. Y
reprender o echar al pasillo tal vez sea sinónimo de confianza ciega en la
persona que castigamos, para que se dé cuenta de lo que vale y deje ya de
sufrir. Pienso que más vale reñir y ser odiados un día que callarnos y no
servir nunca de revulsivo a nadie.
Os quiero y ya no sé cómo decíroslo:
la vida es maravillosa; no os la perdáis. No hagáis al mundo lo que no queréis para vosotros. Confiad, confiad siempre.
La tutora